"Tuve una visión de la Anunciación de María el día 25. He visto a la
Virgen Santísima poco después de su desposorio, en la casa de San José,
en Nazaret. José había salido con dos asnos para traer algo que había
heredado o para buscar las herramientas de su oficio. Me pareció que se
hallaba aún en camino. Además de la Virgen y de dos jovencitas de su
edad que habían sido, según creo, sus compañeras en el Templo, vi en la
casa a Santa Ana con aquella parienta viuda que se hallaba a su servicio
y que más tarde la acompañó a Belén, después del nacimiento de Jesús.
Santa Ana había renovado todo en la casa. Vi a las cuatro mujeres yendo y
viniendo por el interior paseando juntas en el patio. Al atardecer las
he visto entrar y rezar de pie en torno de una pequeña mesa redonda;
después comieron verduras y se separaron. Santa Ana anduvo aún en la
casa de un lado a otro, como una madre de familia ocupada en quehaceres
domésticos. María y las dos jóvenes se retiraron a sus dormitorios,
separados.
El frente de la alcoba, hacia la puerta, era redondo, y en esta parte
circular, separada por un tabique de la altura de un hombre, se
encontraba arrollado el lecho de María. Fui conducida hasta aquella
habitación por el joven resplandeciente que siempre me acompaña, y vi
allí lo que voy a relatar en la forma que puede hacerlo una persona tan
miserable como yo.
Cuando hubo entrado la Santísima Virgen se puso, detrás de la mampara de
su lecho, un largo vestido de lana blanca con ancho ceñidor y se cubrió
la cabeza con un velo blanco amarillento. La sirvienta entró con una
luz, encendió una lámpara de varios brazos que colgaba del techo, y se
retiró. La Virgen tomó una mesita baja arrimada contra el muro y la puso
en el centro de la habitación. La mesa estaba cubierta con una carpeta
roja y azul, en medio de la cual había una figura bordada: no sé si era
una letra o un adorno simplemente.
Sobre la mesa había un rollo de pergamino escrito. Habiéndola colocado
la Virgen entre su lecho y la puerta, en un lugar donde el suelo estaba
cubierto con una alfombra, puso delante de sí un pequeño cojín redondo,
sobre el cual se arrodilló, afirmándose con las dos manos sobre la mesa.
María veló su rostro y juntó las manos delante del pecho, sin cruzar
los dedos. Durante largo tiempo la vi así orando ardientemente, con la
faz vuelta al cielo, invocando la Redención, la venida del Rey prometido
a Israel, y pidiendo con fervor le fuera permitido tomar parte en
aquella misión. Permaneció mucho tiempo arrodillada, transportada en
éxtasis; luego inclinó la cabeza sobre el pecho.
Entonces del techo de la habitación bajó, a su lado derecho, en línea
algún tanto oblicua, un golpe tan grande de luz, que me vi obligada a
volver los ojos hacia la puerta del patio. Vi, en medio de aquella masa
de luz, a un joven resplandeciente, de cabellos rubios flotantes, que
había descendido ante María, a través de los aires. Era el Arcángel
Gabriel. Cuando habló vi que salían las palabras de su boca como si
fuesen letras de fuego: las leí y las comprendí.
María inclinó un tanto su cabeza velada a la derecha. Sin embargo, en su
modestia, no miró al ángel. El Arcángel siguió hablando. María volvió
entonces el rostro hacia él, como si obedeciera una orden, levantó un
poco el velo y respondió. El ángel dijo todavía algunas palabras. María
alzó el velo totalmente, miró al ángel y pronunció las sagradas
palabras:
"He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra"…
María se hallaba en un profundo arrobamiento. La habitación resplandecía
y ya no veía yo la lámpara del techo ni el techo mismo. El cielo
aparecía abierto y mis miradas siguieron por encima del ángel una ruta
luminosa. En el punto extremo de aquel río de luz se alzaba una figura
de la Santísima Trinidad: era como un fulgor triangular, cuyos rayos se
penetraban recíprocamente. Reconocí allí Aquello que sólo se puede
adorar sin comprenderlo jamás: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y,
sin embargo, un solo Dios Todopoderoso.
Cuando la Santísima Virgen hubo dicho: "Hágase en mí según tu palabra",
vi una aparición alada del Espíritu Santo, que no se parecía a la
representación habitual bajo la forma de paloma: la cabeza se asemejaba a
un rostro humano; la luz se derramaba a los costados en forma de alas.
Vi partir de allí como tres efluvios luminosos hacia el costado derecho
de la Virgen, donde volvieron a reunirse. Cuando esta luz penetró en su
costado derecho, la Santísima Virgen volvióse luminosa Ella misma y como
transparente: parecía que todo lo que había de opaco en ella
desaparecía bajo esa luz, como la noche ante el espléndido día. Se
hallaba tan penetrada de luz que no había en ella nada de opaco o de
oscuro. Resplandecía como enteramente iluminada.
Después de esto vi que el ángel desaparecía y que la faja luminosa, de
donde había salido, se desvanecía. Parecía que el cielo aspirase y
volviese hacia sí la luz que había dejado caer.
Desaparecido el ángel he visto a María arrobada en éxtasis profundo, en
absoluto recogimiento. Pude ver que ya conocía y adoraba la Encarnación
del Redentor en sí misma, donde se hallaba como un pequeño cuerpo humano
luminoso, completamente formado y provisto de todos sus miembros. Aquí,
en Nazaret, no es lo mismo que en Jerusalén, donde las mujeres deben
quedarse en el atrio, sin poder entrar en el Templo, porque solamente
los sacerdotes tienen acceso al Santuario. En Nazaret la misma Virgen es
el Templo: el Santo de los Santos está en Ella, como también el Sumo
Sacerdote y se halla Ella sola con Él. ¡Qué conmovedor es todo esto y
qué natural y sencillo al mismo tiempo! Quedaban cumplidas las palabras
del salmo 45: "El Altísimo ha santificado su tabernáculo; Dios está en
medio de Él, y no será conmovido".
Era más o menos la medianoche cuando contemplé todo este espectáculo. Al
cabo de algún tiempo Ana entró en la habitación de María con las demás
mujeres. Un movimiento admirable en la naturaleza las había despertado:
una luz maravillosa había aparecido por encima de la casa. Cuando vieron
a María de rodillas, bajo la lámpara, arrebatada en el éxtasis de su
plegaria, se alejaron respetuosamente.
Después de algún tiempo vi a la Virgen levantarse y acercarse al
altarcito de la pared; encendió la lámpara y oró de pie. Delante de
ella, sobre un alto atril, había rollos escritos. Sólo al amanecer la vi
descansando.
Contemplando esta noche el misterio, de la Encarnación comprendía
todavía muchas otras cosas. Ana recibió un conocimiento interior de lo
que estaba realizándose. Supe también por qué el Redentor debía quedar
nueve meses en el seno de su Madre y nacer bajo la forma de niño; el
porqué no quiso aparecer en forma de hombre perfecto como nuestro primer
padre Adán saliendo de las manos de Dios: todo esto se me explicó, pero
ya no lo puedo explicar con claridad. Lo que puedo decir es que Él
quiso santificar nuevamente el acto de la concepción y la natividad de
los hombres, degradados por el pecado original.
Si María se convirtió en Madre y si Él no vino más temprano al mundo fue
porque ella era lo que ninguna criatura fue antes ni será después: el
puro vaso de gracia que Dios había prometido a los hombres y en el cual
Él debía hacerse hombre, para pagar las deudas de la humanidad, mediante
los abundantes méritos de su pasión.
La Santísima Virgen era la flor perfectamente pura de la raza humana
abierta en la plenitud de los tiempos. Todos los hijos de Dios entre los
hombres, todos, hasta los que desde el principio habían trabajado en la
obra de la santificación, han contribuido a su venida. Ella era el
único oro puro de la tierra; solamente ella era la porción inmaculada de
la carne y de la sangre de la humanidad entera, que preparada,
depurada, recogida y consagrada a través de todas las generaciones de
sus antepasados; conducida, protegida y fortalecida bajo el régimen de
la ley de Moisés, se realizaba finalmente como plenitud de la gracia.
Predestinada en la eternidad, surgió en el tiempo como Madre del Verbo
Eterno.
La Virgen María contaba poco más de catorce años cuando tuvo lugar la
Encarnación de Jesucristo. Jesús llegó a la edad de treinta y tres años y
tres veces seis semanas. Digo tres veces seis, porque en este mismo
instante estoy viendo la cifra seis repetida tres veces."
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