Cuando se acabó el sábado, Juan fue con las santas
mujeres, las consoló. Pero no podía contener sus propias lágrimas por lo
que se quedó con ellas solo un corto espacio de tiempo. Entonces, Pedro
y Santiago el menor fueron también a verlas con el mismo propósito de
confortarlas. Ellas prosiguieron con su pena después de que ellos se
fueran.
Vi el alma de Nuestro Señor entre dos ángeles ataviados
de guerreros; era luminosa, resplandeciente como el sol del mediodía, la
vi atravesar la piedra y unirse con el Sagrado Cuerpo. Vi moverse sus
miembros, y el Cuerpo del Señor, unido con su alma y con su divinidad,
salir de su mortaja brillante de luz. En ese mismo instante me pareció
que una forma monstruosa, con cola de serpiente y una cola de dragón
salía de la tierra debajo de la peña, y que se levantaba contra Jesús.
Creo que también tenía una cabeza humana. Vi que en la mano del
Resucitado ondeaba un estandarte. Jesús pisó la cabeza del dragón y pegó
tres golpes en la cola con el palo de su bandera. Desapareció primero
el cuerpo, después la cabeza del dragón y quedó solo la cabeza humana.
Yo había visto muchas veces esta misma visión antes de la Resurrección y
una serpiente igual a la que estaba emboscada en la concepción de
Jesús. Me recordó también la serpiente del paraíso, pero esta todavía
era más horrorosa. Creo que era una alegoría de la profecía: "El hijo de
la mujer romperá la cabeza de la serpiente", y me pareció un símbolo de
la victoria sobre la muerte, pues cuando Nuestro Señor aplastó la
cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.
Jesús resplandeciente,
se elevó por medio de la peña. La tierra tembló. Uno de los ángeles
guerreros, se precipitó del cielo al sepulcro como un rayo, apartó la
piedra que cubría la entrada y se sentó sobre ella. Los soldados cayeron
como muertos y permanecieron en el suelo sin dar señales de vida.
Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro se acercó, tocó los lienzos
vacíos y se fue con la intención de anunciar a Pilato lo sucedido. Sin
embargo aguardó un poco porque había sentido el terremoto y había visto
al ángel apartar la piedra a un lado y el sepulcro vacío. Mas no había
visto a Jesús.
Mientras la Santísima Virgen oraba interiormente
llena de un ardiente deseo de ver a Jesús, un ángel vino a decirle que
fuera a la pequeña puerta de Nicodemo, porque Nuestro Señor estaba
cerca. El corazón de María se inundó de gozo; se envolvió en su manto y
se fue, dejando allí alas santas mujeres sin decir nada a nadie. Le vi
encaminarse deprisa hacia la pequeña puerta de la ciudad por donde había
entrado con sus compañeras al volver del sepulcro. Caminaba con pasos
apresurados, cuando la vi detenerse de pronto en un sitio solitario.
Miró a lo alto de la muralla de la ciudad y el alma de Nuestro Señor,
resplandeciente, bajó hasta su Madre acompañada de una multitud de almas
y patriarcas. Jesús, volviéndose hacia ellos dijo: "He aquí a María, he
aquí a mi Madre". Pareció darle un beso y luego desapareció.
En
el mismo instante en que un ángel entraba en el sepulcro y la tierra
temblaba vi a Nuestro Señor resucitado apareciéndose a su Madre en el
Calvario; estaba hermoso y radiante. Su vestido que parecía una copa,
flotaba tras Él, era de un blanco azulado, como el humo visto a la luz
del sol. Sus heridas resplandecían, y se podían ver a través de los
agujeros de las manos. Rayos luminosos salían de las puntas de sus
dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaron ante la Madre de Jesús.
El Salvador mostró sus heridas a su Madre, que se posternó para besar
sus pies, mas Él la levantó y desapareció. Se veían luces de antorchas a
lo lejos cerca del sepulcro, y el horizonte se esclarecía hacia el
oriente, encima de Jerusalén.
La Santa Virgen cayó de rodillas y
besó el lugar donde había aparecido su Hijo. Debían ser las nueve de la
noche. Sus rodillas y sus pies quedaron marcados sobre la piedra. La
visión que había tenido la había llenado de un gozo indecible. Y regresó
confortada junto a las santas mujeres, a quienes halló ocupadas en
preparar ungüentos y perfumes. No les dijo lo que había visto, pero sus
fuerzas se habían renovado, consoló a las demás y las fortaleció en su
fe
La Santa Virgen se unió a la preparación de los bálsamos que
las santas mujeres habían empezado a elaborar en su ausencia. La
intención de ellas era ir al sepulcro antes del amanecer del día
siguiente, y verter esos perfumes en el Cuerpo de nuestro Señor.
Las santas mujeres
Estaban
las mujeres cerca de la pequeña puerta de Nicodemus cuando Nuestro
Señor resucitó pero no vieron nada de los prodigios que habían
acontecido en el sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto allí una
guardia, porque no habían ido la víspera a causa del sábado. Mientras se
acercaban se preguntaban entre sí con inquietud: "¿Quién nos apartará
la piedra de la entrada?" Querían echar agua de nardo y aceite
aromatizado con flores sobre el Cuerpo de Jesús. Querían ofrecer a
Nuestro Señor lo más precioso que pudieran encontrar para honrar su
sepultura. La que había llevado más cosas era Salomé, no la madre de
Juan, sino una mujer rica de Jerusalén, pariente de san José.
Decidieron
que, cuando llegaran, dejarían sus perfumes sobre la piedra y
esperarían a que alguien pasara para apartarla. Los guardias seguían
tendidos en el suelo y las fuertes convulsiones que los sacudían,
demostraban cuán grande había sido su terror. La piedra estaba corrida
hacia la derecha de la entrada, de modo que se podía penetrar en el
sepulcro sin dificultad. Los lienzos que habían servido para envolver a
Jesús estaban sobre el sepulcro. La gran sábana estaba en su sitio pero
sin su Cuerpo. Las vendas habían quedado sobre el borde anterior del
sepulcro, las telas con que María Santísima había envuelto la cabeza de
su Hijo estaban en donde había reposado esta.
Vi a las santas
mujeres acercarse al jardín, pero, cuando vieron las luces y los
soldados tendidos alrededor del sepulcro, tuvieron miedo y se alejaron
un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró
precipitadamente en el huerto y Salomé la siguió a cierta distancia.
Otras dos, menos osadas se quedaron en la puerta. Magdalena, al
acercarse a los guardias, se sintió sobrecogida y esperó a Salomé; las
dos juntas pasaron entre los soldados caídos en el suelo y entraron en
la gruta del sepulcro. Vieron la puerta apartada de la entrada y cuando,
llenas de emoción penetraron en el sepulcro, encontraron los lienzos
vacíos. El sepulcro resplandecía y un ángel estaba sentado a la derecha
sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel, mas
salió perturbada del jardín y corrió rápidamente a la ciudad, donde se
hallaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel habló a
María Salomé, que había quedado en la entrada del sepulcro, pero la vi
salir también muy deprisa del jardín, detrás de Magdalena, y reunirse
con las otras dos mujeres anunciándoles lo que había sucedido. Se
llenaron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a
entrar.
Casio que había esperado un rato, pensando quizá que
podía ver a Jesús, fue a contárselo todo a Pilato. Al salir se encontró
con las santas mujeres, les contó lo que había visto y las exhortó a que
fueran a asegurarse por sus propios ojos. Ellas se animaron y entraron
en el huerto. A la entrada del sepulcro vieron a dos ángeles vestidos de
blanco. Se asustaron y se cubrieron los ojos con las manos y se
postraron en el suelo; pero uno de los ángeles les dijo que no tuvieran
miedo y que no buscaran allí al crucificado porque había resucitado y
estaba vivo. Les mostró el sudario vacío y les mandó decir a los
discípulos lo que habían visto y oído añadiendo que Jesús les predecería
en Galilea y que recordaran sus palabras: "El Hijo del hombre será
entregado en manos de los pecadores que lo crucificarán pero Él
resucitará al tercer día. Entonces los ángeles desaparecieron. Las
santas mujeres temblando pero llenas de gozo se volvieron hacia la
ciudad. Estaban sobrecogidas y emocionadas; no se apresuraban sino que
se paraban de vez en cuando para mirar a ver si veían a Nuestro Señor o
si volvía Magdalena.
Mientras tanto Magdalena había ya llegado al
cenáculo, estaba fuera de sí y llamó a la puerta con fuerza. Algunos
discípulos estaban todavía acostados. Pedro y Juan le abrieron.
Magdalena les dijo desde fuera: "Se han llevado el Cuerpo del Señor y no
sabemos a dónde lo han llevado". Después de estas palabras se volvió
corriendo al huerto. Pedro y Juan entraron alarmados en la casa y
dijeron algunas palabras a los otros discípulos. Después la siguieron
corriendo; Juan más deprisa que Pedro.
Magdalena entró en el
jardín y se dirigió al sepulcro. Llegaba trastornada por su dolor y sus
carreras, cubierta de rocío con el manto caído y sus hombros
descubiertos al igual que sus largos cabellos. Como estaba sola no se
atrevió a bajar a la gruta y se detuvo un instante en la entrada. Se
arrodilló para mirar adentro del sepulcro y al echar hacia atrás sus
cabellos que caían por su cara vio dos ángeles vestidos de blanco
sentados a ambos extremos del sepulcro. Oyó la voz de uno de ellos que
decía: "Mujer, ¿por qué lloras?" Ella gritó en medio de su dolor, pues
no repetía más que una cosa y no tenía más que un pensamiento al saber
que el Cuerpo de Jesús no estaba allí: "Se han llevado a mi Señor y no
sé dónde lo han puesto". Después de estas palabras se puso a buscar
frenéticamente aquí y allá pareciéndole que iba a encontrar al Salvador,
presintiendo confusamente que iba a encontrarlo y que estaba cerca de
ella. Ni la aparición de los ángeles podía distraerla de este
pensamiento. Parecía que no se diera cuenta de que eran ángeles y no
podía pensar más que en su Maestro: "Jesús no está ahí, ¿dónde está
Jesús?". La vi moverse de un lado a otro como el que ha perdido la
razón.
El cabello le caía sobre amos lados sobre la cara, se lo
recogió con las manos echándoselo hacia atrás y entonces, a diez pasos
del sepulcro, en el oriente, donde el jardín sube hacia la ciudad vio
aparecer una figura vestida de blanco, entre los arbustos a la luz del
sepulcro y corriendo hacia él oyó que le dirigía estas palabras: "Mujer
¿por qué lloras?" Creyó que era el huertano porque llevaba una azada en
la mano y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía hecho de
corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al jardinero de la
parábola de Jesús que contara en Betania a las santas mujeres poco antes
de su Pasión. No resplandecía sino que era como un simple hombre
vestido de blanco a la luz del crepúsculo. Él le preguntó de nuevo:
"¿Por qué lloras?" Entonces ella en medio de sus lágrimas respondió:
"Porque se han llevado a mi Señor y no sé a dónde. Si lo has visto dime
dónde está y yo iré a por Él." Y volvió a dirigir la vista
frenéticamente a su alrededor. Entonces Jesús le dijo con su voz de
siempre: "¡Magdalena!" Ella reconociendo su voz y olvidando crucifixión,
muerte y sepultura, como si siguiera vivo dijo volviéndose
repentinamente hacia Él: "¡Rabí!" postrándose de rodillas ante Él, con
sus brazos extendidos hacia los pies del Resucitado. Pero Él la detuvo
diciéndole: "No me toques, pues aún no he subido hacia mi Padre. Ve a
decirles a mis hermanos que subo hacia mi Padre y Vuestro Padre, hacia
mi Dios y Vuestro Dios" y desapareció.
Jesús le dijo que no le
tocara a causa de la impetuosidad de ella, que pensaba que Él vivía la
misma vida que antes. En cuanto a las palabras de "aún no he subido a mi
Padre" quería expresar que aún no había dado las gracias al Padre por
la obra de la Redención, a quién pertenecen las primicias de la alegría.
Pero ella en el ímpetu de su amor, ni siquiera se daba cuenta de las
cosas grandes que habían pasado. Lo único que quería era poder besar sus
pies como antes.
Después de un momento de perturbación Magdalena
corrió al sepulcro, donde seguían los ángeles, que le repitieron las
mismas palabras que habían dicho alas otras mujeres, que no buscaran
allí al Crucificado porque había resucitado como había predicho. Segura
entonces del milagro salió a buscar a las santas mujeres encontrándolas
en el camino que conduce al Gólgota.
Toda esta escena no duró más
de tres minutos. Eran las dos y media cuando Nuestro Señor se había
aparecido a Magdalena y Juan y Pedro llegaban al jardín justo cuando
ella acababa de irse. Juan entró el primero deteniéndose a la entrada
del sepulcro. Miró por la piedra apartada y vio que estaba vacío.
Después llegó Pedro y entró en la gruta donde vio los lienzos doblados.
Juan le siguió e inmediatamente creyó que había resucitado y ambos
comprendieron claramente todas las palabras que les había dicho. Pedro
escondió los lienzos bajo su manto y volvieron corriendo. Los ángeles
seguían allí pero creo que Pedro no los vio. Juan dijo más tarde a los
discípulos de Emaús que había visto desde fuera a un ángel.
En
ese momento los guardias revivieron, se levantaron y recogieron sus
picas y faroles. Estaban aterrorizados. Yo los vi correr hasta llegar a
las puertas de la ciudad. Mientras tanto Magdalena contó a las santas
mujeres que había visto a Nuestro Señor y lo que los ángeles le habían
dicho; luego se volvió a Jerusalén y las mujeres al jardín creyendo que
allí encontrarían a los dos Apóstoles. Cuando ya estaban cerca Jesús se
les apareció vestido de blanco y les dijo: "Yo os saludo". Ellas se
echaron a sus pies anonadadas. Él les dijo algunas palabras y parecía
indicarles algo con la mano. Luego desapareció.
Entonces las
santas mujeres corrieron al cenáculo y contaron a los discípulos que
quedaran allí, lo que habían visto. Ellos no querían creerlas ni a ellas
ni a Magdalena, calificando todo lo que les decían de sueños de
mujeres, hasta que volvieron Pedro y Juan. Al regresar estos se habían
encontrado también con Tadeo y Santiago el menor, que los habían seguido
y estaban muy conmovidos, ya que Nuestro Señor se les había aparecido a
ellos también cerca del cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante
de Pedro y de Juan y me pareció que Pedro lo vio porque lo vi
sobrecogerse súbitamente. No sé si Juan lo reconoció.
Los guardias
Casio
fue a ver a Pilato una hora tras la Resurrección cuando aún el
Gobernador romano estaba durmiendo. Le contó emocionado cuanto había
visto en el huerto. Le relató sobre el temblor de la peña y cómo un
ángel había apartado la piedra del sepulcro y que los lienzos quedaran
vacíos. Le dijo que Jesús de Narzaret era efectivamente el Mesías, el
Hijo de Dios y que, verdaderamente había resucitado. Pilato escuchó todo
el relato con terror escondido y sin querer demostrarlo dijo a Casio:
"Eso son supersticiones, has cometido una necedad acercándote tanto al
sepulcro del Galileo, sus dioses se han apoderado de ti y te han hecho
ver todas esas visiones fantásticas que ahora me cuentas. Te aconsejo
que no digas nada de esto a los sacerdotes, porque ellos podrían
perjudicarte". Hizo como si creyera que los discípulos hubieran robado y
escondido el Cuerpo de Jesús mientras los guardias se habían dormido
borrachos y que contaban esas supercherías para no declarar y reconocer
su negligencia. Cuando Pilato hubo dicho todo esto y Casio se fue, él
corrió a ofrecer sacrificios a sus dioses.
Los cuatro soldados
que habían estado custodiando el sepulcro llegaron a continuación y
relataron a Pilato lo mismo que Casio, pero él no queriendo escucharles
más, los envió a Caifás. Los demás soldados estaban ya en el templo
donde se habían reunido muchos ancianos judíos, ante los que narraban lo
que había ocurrido en el huerto del sepulcro. Después de las
deliberaciones, los ancianos cogieron a los soldados uno a uno y a
fuerza de dinero o amenazas, los fueron convenciendo para que contaran
que los discípulos se habían llevado el Cuerpo de Jesús mientras ellos
dormían. Los soldados dijeron que sus compañeros habían ido a casa de
Pilato a contarles lo mismo y que les iban a contradecir, pero los
fariseos les prometieron que lo amañarían todo con el gobernador. En
esto llegaron los soldados que habían ido a casa de Pilato y se negaron a
rectificar lo que le habían contado a este.
Se había ido
corriendo el rumor de que José de Arimatea se había librado
milagrosamente de la prisión. Así que cuando los soldados fueron
acusados por los fariseos de haberse dejado sobornar por los discípulos
de Cristo para dejarles llevarse el Cuerpo y amenazados con fuertes
castigos por no presentar el cadáver de Jesús, los soldados dijeron que
cómo era que no castigaran también a los que no habían podido custodiar y
presentar el de José. Algunos que se mantuvieron firmes en lo que
habían dicho y hablaron libremente del juicio inicuo de la antevíspera y
del modo en que se había interrumpido la Pascua, fueron enviados a la
cárcel. Los demás difundieron el embuste que fue extendido por los
saduceos, herodianos y fariseos, esparciéndolo por todas las sinagogas y
acompañándolo de injurias contra Jesús.
Sin embargo todas esas
calumnias no consiguieron lo que pretendían, porque tras la Resurrección
de Jesús, muchos de los judíos de la ley antigua se aparecieron a
muchos de sus descendientes que eran capaces de recibir la gracia,
exhortándolos a que se convirtiesen. Muchos discípulos dispersados por
el país y atemorizados, vieron también apariciones semejantes que los
consolaron y afirmaron en la Fe.
La aparición de los muertos que
salieron de sus sepulcros no tenían el aspecto de Jesús Resucitado,
renovado y con su Cuerpo glorificado, no sujeto a la muerte, con el que
subió al cielo ante sus discípulos; sino que esos cuerpos que habían
salido del sepulcro para dar testimonio de Cristo, eran simples
cadáveres, prestados como vestiduras a las almas que los habían
habitado, para luego volver a dejarlos nuevamente en la tierra, hasta
que resuciten como todos nosotros el día del Juicio Final. Ninguno
resucitó como Lázaro, que realmente volvió a la vida y luego murió por
segunda vez.
Final de las visiones de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús
El
domingo siguiente, si mal no recuerdo, vi a los judíos lavar y
purificar el Templo ofreciendo sacrificios expiatorios, escondiendo las
señales del terremoto con tablas y alfombras y continuaron las
celebraciones de la Pascua que se habían interrumpido. Dijeron que no se
habían podido terminar aquel mismo día por la presencia de impuros al
Templo y aplicaron no sé de qué modo, una visión de Ezequiel sobre la
resurrección de los muertos. Amenazaron con graves castigos a los que
murmuraran o hablaran; sin embargo no calmaron sino a la parte del
pueblo más ignorante e inmoral. Los mejores se convirtieron primero en
secreto y después de Pentecostés, abiertamente.
El Sumo Sacerdote
y sus acólitos perdieron una gran parte de su osadía al ver que la
doctrina de Jesús se propagaba tan rápidamente. En el tiempo del
diaconado de San Esteban, Ofel y la parte oriental del Sión no podían
contener la comunidad cristiana y fueron ocupando el espacio que se
extiende desde la ciudad hasta Betania.
Vi a Anás como poseído
por el demonio y al final fue confinado para no volver a ser visto nunca
más públicamente. La locura de Caifás era menos evidente exteriormente,
en cambio era tal la violencia de la rabia secreta que lo devoraba, que
acabó perturbado en su raciocinio.
El jueves después de la
Pascua, vi a Pilato hacer buscar a su mujer inútilmente por la ciudad.
Estaba escondida en casa de Lázaro, en Jerusalén. No podían adivinarlo,
pues ninguna mujer habitaba en aquella casa. Esteban, que era primo de
San Pablo, le llevaba comida y le contaba lo que sucedía en la ciudad.
También vi a Simón el Cirineo el día después de la Pascua; fue a ver a
los Apóstoles y les pidió ser instruido y bautizado por ellos. Casio
dejó la milicia y se juntó con los discípulos. Fue uno de los primeros
que recibieron el bautismo, después de Pentecostés, junto con otros
soldados convertidos al pie de la Cruz.
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